Isabel Parra, una pariente de mi mamá, mantuvo a su hija fallecida en un altar de cristal en la sala de su casa durante casi diez años. Es una imagen que nunca se quita de mi mente y que me llena de temor frente a una realidad que todos tenemos que cursar: la muerte.
Isabel tardó muchos años en aceptar que su hija se había ido de este mundo. Exhibía con orgullo aquella decoración dantesca que reunía la mirada de curiosos, amigos y familiares; finalmente, recibió ayuda profesional y los despojos fueron enterrados.
Mi familia materna está llena de fetiches. Recuerdo la casa de mis abuelos con nostalgia y con miedo pues siempre conservaron la costumbre de guardar en este lugar huesos de sus parientes difuntos, manijas de ataúdes y hasta ropa.
Se trata de una casa vieja, fría y oscura ubicada en Facatativá. Allí, hay velas que alumbran el sueño de las almas. De noche, durante varios años, se escuchaban pasos y repetidamente una presencia forcejeaba con mi tío tratando de ahogarlo con una almohada.
Odié cualquier tipo de encuentro familiar. Un matrimonio, un bautizo, primera comunión, lo que fuera porque mi madre nos obligaba, a mis hermanos y a mí, a pasar la noche en aquella casa frívola.
Es verdad, allí asustaban. En aquel hogar pude ver como el televisor se prendía sólo y los fuertes pasos de gente se sacudían cerca al lecho en donde reposábamos.
Estos episodios me dan escalofríos, los traje a mi mente cuando iba en el Transmilenio camino al Cementerio Central de Bogotá. Sabía que pasaría parte de la noche allí, en un lugar que tiene casi doscientos años y que abriga miles de muertos que duermen bajo los sepulcros.
Llegué al Camposanto. Miré el comercio que gira en torno a él. Vi inseguridad. Observé el ángel de la muerte ubicado en la puerta principal. Sentí vacío en el estómago. Era de día. Iba sola.
- Buenos tardes, tengo una cita con el señor Álvaro Escobar. Le dije al recepcionista.
- ¿Usted está haciendo una investigación?
- Sí
- Siga, la está esperando.
Don Álvaro Escobar es el administrador del cementerio. Lleva trabajando allí tres años y fue mi guía en el recorrido.
Afirma que la cultura de la muerte es importante para reconocer las costumbres de la gente en Colombia. “No es lo mismo el rito del entierro en pobres que en ricos”. Dice.
“He visto como los ‘ñeritos’ llegan a enterrar a sus amigos. Se toman fotos con el muerto. Le dan aguardiente. Ponen drogas en su cajón. Le votan el humo de la marihuana en la cara... Son costumbres”, dice con tono relajado y añade: “Los ricos por su parte, entierran a su gente con toda la parafernalia. Llegan en carro y sepultan a sus seres queridos en costosos mausoleos”. De esta manera empieza un relato que parece no tener fin. Los muertos esto, los muertos lo otro, los creman así, los parten asá. No se da cuenta de que estoy ajena a la convivencia con los difuntos. Me empiezo a marear. Sólo veo tumbas. Don Álvaro no me da tiempo de digerir todo lo que me dice.
“Mira, allí queda el lugar de exhumación”. Apunta. Nos acercamos. Es un cuarto pequeño construido en baldosín blanco. Es frío. Es sucio. Tiene un par de pinzas grandes y un hacha.
“La familia sufre mucho en la exhumación” dice y empieza con su retahíla: “cuando los muertos cumplen siete años de estar enterrados los sacan. Si están momificados, los creman, si son sólo huesos, los rompen y los meten en pequeñas urnas que son llevadas a los osarios”.
Luego, como un guía turístico me invita a la fosa común. “Bien, ahora te puedo mostrar en donde ponen a los N.N, la gente que no es reconocida”. Ese sitio es espantoso. Es otro cuarto pequeño con suciedad, cajas de cartón y bolsas negras.
¿Qué tienen ahí? Hago una pregunta tonta. Restos. Responde.
En ese momento, me percaté de algo que no había percibido antes: olía a putrefacción.
Él sigue con su retahíla: “cada osario vale entre 250.000 y 300.000 pesos. En una pared puede haber entre trescientos y cuatrocientos osarios. Es decir, un cúmulo de altas proporciones en dinero”
En ese momento, ya estamos entrando a la parte histórica. “aquí están los ex presidentes, poetas, líderes sindicales y todo tipo de personas públicas”. Dice.
Entiendo. Entiendo. Entiendo. Le contesto cada vez que me habla.
No quiero decir nada pues mi mente no está conectada. Es mi cuerpo el que está a la expectativa. Está sintiendo el entorno. Veo tumbas de fines del siglo XIX. Hay una gran arquitectura en ese lugar. Su antigüedad e importancia en la historia lo convirtieron en patrimonio de la Nación.
Oigo un gore, gore, gore. Es Don Álvaro Escobar que habla sin parar: “aquí hay esculturas griegas, italianas y hasta góticas. La gente no sabe, por ejemplo, que aquí está Santander y lo mismo con los demás”.
Vamos caminando. No pude resistir la tentación de parar y mirar una estatua dorada de un hombre que está en la posición del pensador: tiene una mano en la barbilla. Don Álvaro percibe mi curiosidad y me dice que se trata de un tal Leo Kopp. “la gente dice que hace milagros”.


Visita a la tumba de Leo Koop
Caminamos casi por dos horas. Tosí, sentí dolor en el pecho. “Ya casi son las 5:00 PM y suelo salir a las 4:30 de la tarde. Creo que ya te acompañé lo suficiente”, me dijo Don Álvaro. “Te dejo con los celadores”. “Ellos estarán pendientes de ti”. Mintió.
Pude ver como no sólo él sino toda la gente de las oficinas y los vendedores de la calle se iban y dejaban el cementerio en manos de la noche que empezaba a nacer. Estaban presurosos. Calculo que no pasaron ni cinco minutos cuando todo quedó en la más profunda soledad.
Había tres celadores para tres porterías. Cada uno tenía que estar pendiente de la suya. Argüían que no se podían mover de allí.
¿Alguno me puede acompañar a caminar? no nos demoramos nada. Dije.
Yo la llevo, dijo uno, pero me devuelvo de una. Está bien. Fue mi respuesta. Igual tengo que escribir. ¿A donde vamos? Pregunté. Si quiere vamos al “caracol”, (unas escaleras que tienen esa forma) es un poquito tenebroso. En la parte de abajo, por ejemplo, hay una bodega llena de muertos pero el olor es tenaz y desde la parte de arriba se puede ver todo el cementerio. Sostuvo.
Así fue, vi como el color naranja del atardecer bañaba las tumbas. Fue un momento relajante. Me gusta el crepúsculo. Pienso que es un regalo que pocos saben disfrutar. Me embelesé en mis pensamientos. De pronto, el sol se escondió y con la noche se levantó el olor a cadáver.
Ahora me encontraba frente a mí una luna brillante y grande. Me gusta la noche. Me Inspira. No sentí miedo. Estaba sola mirando contornos y siluetas. Nada se veía claramente. La luna permitía distinguir las formas de los ángeles, pájaros y demás perfiles de las estatuas de las tumbas.
No obstante, bajé de mi letargo en un segundo. Sentí cómo un calor de vapor recorría mis piernas. Traía un hedor proveniente del macabro hueco que guarda cadáveres. No sé exactamente de qué se trataba pero sentí una especie de presencia. Me di cuenta de que era una extraña en la casa de los difuntos. Debía tener el más profundo respeto. Sin embargo, no me pude tranquilizar. La respiración fue poca. El pecho se me hinchaba con rapidez en busca de tranquilidad. Bajé. Me di cuenta de que no le había preguntado al celador cómo llagar a la portería. Me asusté. El cementerio es muy grande. Me perdí.
Caminé presurosa. Llevaba un block de notas y la grabadora de periodista. La luna estaba grande y me permitía ver los caminos. Sólo se veía figuras. No encontraba la salida. Decidí parar. No tenía razón de ser buscar y no encontrar, así que me senté sobre una tumba. Empecé a escribir rápido buscando calma. Me tranquilicé. En aquel momento levanté la mirada y observé las tumbas. Me levanté. Sentí cómo la presencia de la muerte me helaba los huesos. De repente, vi una estatua blanca. Me alarmé. Casi todas las imágenes son blancas pero ninguna se veía claramente. Sólo esa. Perecía como si alguien la estuviese alumbrando. Di vuelta a mi rostro. ¡Gracias a Dios! Ahí estaba puerta.
Allí estaba un fiel amigo: Felipe. Me alegró en el alma verlo. Iba a recogerme pues el barrio Santa Fe, en donde está ubicado el cementerio, es muy inseguro. El celador lo dejó entrar. Recorrimos el campo santo por casi media hora y fue suficiente para él. Se sentía mareado. Nos fuimos.
Lunes de las ánimas
Iba camino hacia el cementerio el lunes en la tarde. Cayó un aguacero recio. La gente corría de un lugar a otro buscando refugio. Me sentí frustrada. Pensé que el día de celebración de las almas se dañaría y que no encontraría a nadie en el cementerio. No fue así. Había una multitud enloquecida con los cantos del padre que daba una misa comunitaria.
Fue una inesperada escena. Hombres, mujeres, niños, ancianos y homosexuales se hincaban en la tierra levantando los brazos como signo de súplica. De repente, vi la tumba de Leo Koop. Aquella figura dorada del pensador estaba siendo visitada por una gran muchedumbre que hacía fila para poder tocarlo y decirle cosas al oído.
Las personas cerraban sus ojos y rogaban mientras llegaban a la estatua. Luego, lo abrazaban y lo brillaban con lo que tuvieran a la mano y le pedían milagros en secreto.
Había muchos homosexuales. No tenían maquillaje. Estaban bien arropados. Rezaban. Se hincaban. Muchos de ellos se reunían en torno a la tumba de Salomé. La gente dice que fue una bruja de inicios de 1900. Allí, vi a uno de ellos llenando una bolsa con la tierra de esa tumba. La gente dice que es para hacer brujería. Tal vez.
Otra tumba visitada es la de Carlos León Pizarro, quien fue líder del M- 19. Allí, las personas piden deseos y dejan sobre el mármol agradecimientos en piedra por los milagros concedidos. De igual forma, están las estatuas de unas gemelas muertas en 1830. Fallecieron de tan sólo un año de edad y desde un tiempo para acá, la gente las visita para que se cumplan sus peticiones.


Tumba de Carlos León Pizarro
Finalmente, decidí preguntarle a varias personas sobre sus deseos pero la respuesta fue simple: “pida lo que usted quiera y se le cumple el milagro”. ¿Qué piden? Pregunté. De todo, respondían. Nadie dijo una respuesta concreta. Esto me empezaba a impacientar.
Gemelas fallecidas en 1830
Finalmente conocí a Don Manuel Moreno, un hombre que va a pasear al cementerio hace más de diez años. Se quedó solo cuando su madre y su padre murieron en un accidente de tránsito. Conoció el cementerio el día del entierro de ellos y desde ese día, por costumbre, lo visita todos los lunes.
Finalmente conocí a Don Manuel Moreno, un hombre que va a pasear al cementerio hace más de diez años. Se quedó solo cuando su madre y su padre murieron en un accidente de tránsito. Conoció el cementerio el día del entierro de ellos y desde ese día, por costumbre, lo visita todos los lunes.
Se trata de un hombre un poco obeso. Utiliza gorra y su ropa es casual. Conoce sobre la conformación de los partidos, sabe exactamente en donde están ubicadas sus tumbas. Habla de los que fueron muertos por homicidio y conoce hasta los más pequeños detalles del cementerio; no es ajeno a él, más bien es como si fuese parte de él.
Se emociona con mi trabajo. Seguimos caminado. De un momento a otro, se ven pasar algunos miembros de la Policía Militar , PM. Los miro. Van a un entierro. De repente, siento un jalonazo en mi brazo, es el hombre del cementerio quién está afanado por ir al entierro. ¡Vamos, vamos al entierro! Me aturdió su tono de locura pero lo acompañé.
En la entrada, un gran Mausoleo con dos figuras de militares en piedra tallada recibía el cortejo. La gente lloraba. Me causa tristeza ver el sufrimiento de las personas. De repente, distraída en mis pensamientos, sentí la mano de Don Manuel Moreno en mi hombro como buscando consuelo. Lo miré, estaba llorando. Se trata de un ser masoquista que cada vez que llega al campo santo, sufre con las penas de los demás.
Caminé rápido con el propósito de regresar a casa pero escuché a la salida cánticos fúnebres que llamaron mi atención. Busqué la fuente de aquella música y como una aparición, se alzó frente a mí la figura de un hombre alto y delgado, de cabello largo, liso y canoso, cuyos ojos creí ver blancos; vestía un viejo gabán negro y un sombrero del mismo color. Cuando me acerqué hizo silencio y se volvió hacia mí. Con un español enredado, saliva espesa en la comisura de los labios y de manera frenética me refirió algunas cosas sobre el purgatorio.
Empecé a retirarme y mientras lo hacía, miré en dirección de aquel personaje que continuó con los brazos a modo de crucifixión, entonando sus lúgubres cantos en latín que enmarcaban el sombrío cuadro de mí despedida en el Cementerio Central de Bogotá.
Salí. Sentí que el cementerio se había convertido en un lugar mal sano, lleno de putrefacción, tristeza y locura. Me alegré de dar la espalda a ese lugar e incorpórame nuevamente en el mundo de los vivos; sin embargo, cuando llevaba una distancia considerable, supe que la cultura colombiana y la situación difícil de esta sociedad se reflejaba en el espejo de la muerte.
Consideré que la vida era corta. Supe el valor invaluable de la existencia. Imaginé la muerte de todos mis seres queridos y sollocé en silencio por una realidad que tarde o temprano llegará a mi puerta. Entre a la casa. Miré a mis hermanos y me sentí feliz de estar viva.
Por: Claudia Milena González Bernal
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