jueves, 27 de octubre de 2011

¡Pacha no me tragues!


Mucho se ha contado sobre la tradición del Yagé en Colombia, pero poco y nada se conoce sobre Wuachuma, un cactus que crece en Bolivia, Perú, Ecuador y Argentina. Esta es mi experiencia sobre la ingesta de dicha planta ancestral.

Por: Claudia Milena González Bernal

A las afueras de Buenos Aires queda un municipio llamado El Tigre, un lugar surcado por el delta, unión de varios ríos, con islas, clubes náuticos, lanchas y barcos. Un tipo de Venecia Latinoamericano cuyo puerto está contaminado por el aceite de barcos y lanchas que dejancadáveres de peces flotando sobre el agua.

Eran aproximadamente las 6:00 p.m. de un sábado de mediados de julio cuando algunas personas tomamos una lancha rumbo al Museo Sarmiento, un recorrido de aproximadamente media hora que nos llevaría cerca del lugar donde se celebraría la ceremonia.

Al llegar iniciamos una caminata de unos veinte minutos más por un sendero húmedo, con casas modestas y uno que otro farol de luz tenue. Se escuchaban los ladridos de los perros y el sonido de los insectos. Al final, vimos la casa donde se haría la reunión, estaba construida con un espacio entre la misma y el suelo para evitar inundaciones.

Lo primero que se sintió al ingresar fue ese vaho de olor a palo santo envuelto con el calor de una chimenea que contrastaba con los cerca de 3 grados centígrados que hacían afuera, el living era confortable, de sillones grandes y se podía sentir la tranquilidad de estar en la punta de una montaña. El lugar estaba decorado por pinturas selváticas llenas de colores, flechas y espadas.

Cerca de las 10 p.m. iniciamos la ceremonia, nos sentamos alrededor de un centro ceremonial donde destacaban amuletos y símbolos de Axelix Wayrawanpurej, guía de la ceremonia. “En dicha mesa está la representación del universo andino el cual está dividido en tres mundos: el interno, el de acá y el de arriba, simbolizados por la serpiente, el felino y el águila”, explica él.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Lunes de la ánimas en el Cementerio Central de Bogotá (Colombia)

Isabel Parra, una pariente de mi mamá, mantuvo a su hija fallecida en un altar de cristal en la sala de su casa durante casi diez años. Es una imagen que nunca se quita de mi mente y que me llena de temor frente a una realidad que todos tenemos que cursar: la muerte.

Isabel tardó muchos años en aceptar que su hija se había ido de este mundo. Exhibía  con orgullo aquella decoración dantesca que reunía la mirada de curiosos, amigos y familiares; finalmente, recibió ayuda profesional y los despojos fueron enterrados.

Mi familia materna está llena de fetiches. Recuerdo la casa de mis abuelos con nostalgia y con miedo pues siempre conservaron la costumbre de guardar en este lugar huesos de sus parientes difuntos, manijas de ataúdes y hasta ropa.

Se trata de una casa vieja, fría  y oscura ubicada en Facatativá. Allí, hay velas que alumbran el sueño de las almas. De noche, durante varios años, se escuchaban pasos y repetidamente una presencia forcejeaba con mi tío tratando de ahogarlo con una almohada.

Odié cualquier tipo de encuentro familiar. Un matrimonio, un bautizo, primera comunión, lo que fuera porque mi madre nos obligaba, a mis hermanos y a mí, a pasar la noche en aquella casa frívola.

Es verdad, allí asustaban. En aquel hogar pude ver como el televisor se prendía sólo y los fuertes pasos de gente se sacudían cerca al lecho en donde reposábamos.

Estos episodios me dan escalofríos, los traje a mi mente cuando iba en el Transmilenio camino al Cementerio Central de Bogotá. Sabía que pasaría parte de la noche allí, en un lugar que tiene casi doscientos años y que abriga miles de muertos que duermen bajo los sepulcros.